(Vacapress) Pese al fabuloso desarrollo económico experimentado por Irlanda en los últimos años, pese a que, en algunos barrios de Dublín, empieza a ser difícil encontrarse con un pelirrojo abrazado a una pinta de cerveza, hay cosas que nunca cambiarán en esa hermosa isla. Sin ir más lejos, el otro día salió a la luz el caso de Seamus O’Flynn, a quien su madre, hiberniana de pura cepa, impidió levantarse de la mesa de su comedor durante veinte largos años.
Según se cuenta en los mentideros de la calle O’Conell, el niño Seamus (pues en la época en la que estamos, a mediados de los ochenta, hace poco que ha celebrado su primera comunión), de paladar muy delicado para lo que se estila en esas tierras, se atrevió a comentarle a su madre que el suculento estofado irlandés que le había preparado tenía demasiada sal para su gusto. A lo que la buena señora le respondió, rodillo en ristre, que de ahí no se levantaba hasta que hubiera terminado su comida. El querubín, colérico y orgulloso como mandaban sus recios genes celtas, alejó el plato de sí, puso el gesto más enfurruñado de su repertorio y, sin pronunciar palabra alguna, hundió los codos en la mesa. Y así estuvieron ambos, mirándose fijamente y sin dar su brazo a torcer, hasta que, dos decenios más tarde, la buena señora se dio cuenta de que su estofado, si no lo era ya antes, se había vuelto absolutamente incomible, y lo acabó arrojando a la basura.
El actualmente joven O’Flynn, al ser preguntado por el incidente, prorrumpió en una larga serie de “aaaags”, “oooogs” y otros incomprensibles fonemas gaélicos, y terminó la entrevista explicando que le esperaban para cenar. La redacción espera que su madre, en todo este tiempo, haya mejorado su técnica culinaria.
Es reconfortante constatar que, pese a tanto cambio tecnológico, pese a tanto desarrollo económico, Irlanda sigue siendo, en esencia, la aldea llena de entrañables brutos de “El hombre tranquilo”. Urbanos y “yuppies” y lo que se quiera, pero burros hasta la muerte.